Siete días al son de las vuvuzelas
- henrygru0
- Apr 6, 2021
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Updated: Apr 9, 2021
Son solo 15 horas de vuelo hasta Johannesburgo y voy contando los minutos desde que despegamos con la mirada fija en la pantallita que muestra por donde va el avión (preguntándome a quién le interesara que la temperatura es menos 57 grados centígrados afuera a 36.000 pies de altura?!) Ya hemos visto tres películas en el DVD player que compramos ("La Teta asustada", "Derecho de Familia" y "Cashback"), vuelvo a ver la pantallita de reojo y apenas estamos cruzando el Atlántico todavía muy lejos de la costa de Costa de Marfil. Vamos, Guillermo y yo, camino a Suráfrica a ver algo de futbol. En el avión ya se siente el ambiente festivo; las aeromozas vestidas con el uniforme amarillo Bafana Bafana del equipo surafricano, los pasajeros -sobre todos los que si saben de futbol- ansiosos por llegar e ilusionados pensando que sus equipos ganaran (eso cuando el pulpo Paul todavía era un pulpo cualquiera y España acababa de perder contra Suiza), el piloto contento dándonos la bienvenida en inglés e impecable Afrikaans. Llegamos temprano en la mañana (15 horas de vuelo, 22 horas seguidas sin dormir), el aeropuerto repleto de voluntarios todos con las sonrisas más sonrientes que hemos visto. Tomamos el nuevo tren rápido a la ciudad para llegar a nuestra cita con Firoz y Nazira, mis dos buenos amigos. Almorzamos juntos una costilla gigante (27 horas sin dormir) y de allí algo apurados al partido Costa de Marfil - Brasil en Soccer City, un nido marrón perforado de luces, lleno de fanáticos (casi 88 mil) de buen humor vestidos de colores. "Lo peor para el jet lag es dormir" le advertía yo a Guillermo cuando lo veía cabecear y el me veía, entre sonámbulo e insomne, arrullado por un coro de vuvuzelas (29 horas-o más- sin dormir).
Al día siguiente, recuperados ya, salimos a explorar Jozi (que ese es el sobrenombre de Johannesburgo). Los taxistas en Sudáfrica son todos, al menos los que nos tocaron a nosotros, simpatiquiiiiiiiiisimos. Algunos nos hablaban del presidente Zuma y sus apetitos sexuales, otros del equipo de fútbol local y de su estrella Torrealba, un venezolano que juega desde hace años en Sudáfrica y que, parece, despierta pasiones, otro de su trabajo anterior como policía. Ese día almorzamos con una buena botella de vino en Assagi, un comedero italiano de esos en los que a uno le provoca abrazar a los mesoneros, la torta de la nonna de postre y de allí a pasear. Esta es mi segunda visita a Johannesburgo en dos meses y cada vez se me hacen más evidentes las semejanzas con Caracas. No solo las colinas y los árboles, las calles y los centros comerciales sino también, y sobre todo, la sensación de dos ciudades en una; una adinerada y asustada que o emigra o se esconde tras las rejas electrificadas y otra, mucho más numerosa y apartada, que se asoma cada vez con menos miedo. Dos ciudades que se comportan como siameses que se dan la espalda. Pero más que las semejanzas, o precisamente por las muchas semejanzas, sobresalen las diferencias entre Venezuela y Sudáfrica: Mandela, que pudo hacer las paces con el resentimiento -el suyo y el de más de 30 de millones de personas-, supo reconstruir sin destruir, desarmo el abominable aparataje del apartheid sin tener que desfigurar el país, fue igual de intransigente en deshacer lo malo como lo fue en preservar lo bueno. Mandela, a diferencia de Chávez, resistió las seducciones y las trampas del poder.
Un juego cada dia: España-Honduras, España-Chile, Ghana-Alemania, México-Uruguay, saltando de estadio en estadio sin poder decidirnos por cual equipo vamos. Durante el día explorando Johannesburgo y Pretoria: el museo del Apartheid (bueno, buenisimo), la cervecería Saab Miller (mala, malisima), la casa de Paul Kruger (éramos los únicos dos visitandola, bueno, nosotros dos y un japonés algo perdido), el jardín botánico y dos o tres centros comerciales... Una de las noches decidimos pasarla en Sun City, una suerte de las Vegas dos estrellas a dos horas y media al norte de Johannesburgo. Nuestro hotel, "Las cabanas" se llamaba, era de un mal gusto entretenido. Sun City queda muy cerca de Pilanesberg, una parque nacional de 55 mil hectáreas, un antiguo cráter donde hoy pasean animales. Hicimos dos safaris, uno de tarde y otro temprano en la mañana; montones de springboks e impalas, elefantes (grandes y chiquitos), rinocerontes (grandes y chiquitos), tres jirafas (una alta y dos medianas), jabalíes corriendo con las colas estiradas, un cocodrilo ("de esos he visto mucho decía Guillermo"), y algunos hipopótamos. Yo, como me pasa siempre con los animales, hipnotizado.
El sábado en la noche, nuestra última noche, decidimos ver Ghana-USA en un plaza con Firoz, Nazira y muchisima gente mas, todos bailando y vuvuzeleando, todos contentos. El domingo un almuerzo inolvidable de langostinos, codornices y vino en un restaurante portugués y esa noche de vuelta en el avión otra vez viendo la pantallita contando los minutos para la escala en Dakar. "No duermas Guillermo, no es bueno para el jetlag" le decía yo mientras él cabeceaba.
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